Foto La Voz. Archivo

Por Mariana Otero- “Me han vendido como un trapo de piso”, resume la mujer, que fue explotada sexualmente en Córdoba durante 12 años.

Si volviera a nacer, Elena (nombre de fantasía) querría que la vida fuera con ella un poco más amable. Tiene 30 años y un pasado pesado y penoso, que preferiría olvidar.

“Más o menos, ¿qué es lo que usted quiere saber? Me ha pasado de todo, de todo un poco me ha pasado”, se intriga la joven paraguaya, cuando se le pide compartir su historia.

Elena es analfabeta, madre de dos hijos, ahora casera en una escuela rural y exvíctima de explotación sexual en Córdoba. “Yo fui víctima de trata hasta los 21 años. No ha pasado mucho tiempo porque ahora tengo 30″, dice.

Desde que fue captada en Paraguay, y durante 12 años, fue esclava de proxenetas en Córdoba y en otras provincias argentinas.

Su calvario comenzó cuando apenas tenía 9 años y se vio frente al espejo de un tugurio de mala muerte, con la apariencia de una mujer, para ser ofrecida como mercancía a hombres que podrían haber sido sus abuelos.

“Las primeras noches lloraba, yo no sabía nada de nada. Ni usar tacos”, recuerda sobre su iniciación sexual forzada, en un prostíbulo rutero del noroeste de la provincia de Córdoba.

“Tenía más o menos 9 cuando me trajo desde Paraguay un hombre que era cordobés”, cuenta Elena.

Sus padres se habían separado y la familia, disgregado. Ella, la mayor de los hermanos, se quedó con su madre. “¿Vio que cuando se separa un matrimonio los hijos andan para todos lados? Yo andaba en la calle todo el tiempo; me iba a un barcito que tenía mi tío en el centro, en Paraguay. Justo llegó un hombre en semejante camioneta y le preguntó a mi tío si no conocía alguna chica que quisiera trabajar en una empresa textil”, recuerda.

El tío pensó en la nena, su sobrina. “Yo en ese tiempo era chiquita, pero mi cuerpecito no parecía de esa edad”, cuenta. Corría el verano del año 2000, y una tentadora promesa de casa, de trabajo y de comida.

LA PRIMERA WHISKERÍA

Elena y otras nueve niñas cruzaron la frontera entre Paraguay y Argentina montadas en motocicletas y con documentos falsos. “En aquel momento no había tanto control; te cruzaban los motoqueros, así, como si nada”, relata.

El hombre las esperaba en Misiones. “En Posadas nos subió a todas en un colectivo junto con él y nos trajo a Córdoba”, explica. Al llegar, las trasladaron al prostíbulo de un pueblo del árido y olvidado norte provincial.

“Ahí tenía su whiskería, pero él decía que era una empresa textil. Una vez que llegamos era muy diferente, te encerraban. Cuando llegamos ya había unas 20 mujeres. La cuestión es que éramos como 30″, explica. Todas eran menores de edad. “La más grande habrá tenido 15 años. El dueño la tenía como su mujercita. No teníamos noción de nada”, continúa.

La nuera del hombre era la encargada del burdel y de las mujeres. Las instalaba en una pieza con tres o cuatro camas, donde dormían y atendían a los clientes, y al caer la noche ella misma las vestía para salir al salón.

“El primer día que me tocó me fue muy mal porque lloraba, no entendía nada. Ella me maltrataba, no me daba de comer, a veces pasaban semanas en que no me daba nada porque yo no podía usar un taco”, recuerda Elena.

Sus compañeras le aconsejaban que lo mejor era mantener la calma. “De a poquito fui aprendiendo, tenía que usar el taco y vestirme así, semidesnuda. Lo peor era cuando me tocaba con los clientes y yo no sabía nada. Con el tiempo me fui adaptando y en una de esas quedé embarazada y me llevaron a una clínica clandestina, donde mucha gente se habrá muerto”, piensa la mujer.

DE BURDEL EN BURDEL

Elena explica que en aquel entonces nadie usaba preservativo y tampoco recibían atención médica. “No teníamos ningún cuidado para prevenir embarazos, ni higiene, ni nada de eso. Nos teníamos que bañar tres o cuatro en un solo baño con agua fría. Hasta que nos inventaron una chimenea y nosotras juntábamos leña entre todas para calentar agua para bañarnos. A veces se enojaban porque nos iba mal una noche y nos tiraban la comida como a un perro. ‘Come si quieres y si no quieres no comas’”, cuenta que le decían.

Elena comenzó a ser vendida a otros prostíbulos en diferentes provincias, en burdeles con plazas vacantes. Así pasó por Catamarca, por Tucumán y por Buenos Aires hasta que volvió al noroeste cordobés, al mismo lugar donde conoció el infierno. “Ahí fue cuando me fugué con dos chicas y el tipo me encontró en la terminal de Córdoba”, relata.

La vendieron a un nuevo prostíbulo regenteado por otro cafiolo en La Calera. “Era un travesti”, precisa Elena.

“Ahí me drogaban mucho. Estaba más dopada que otra cosa, me inyectaban, me daban pastillas ya que yo no quería estar con los clientes porque me dolía tanto que era impresionante. Cuando me bajaba la menstruación, igual tenía que trabajar. Siempre tenía que ‘taponearme’ y eso me dejaba mal. A veces atendía 30 o 40 hombres por día y, bueno, imaginate cómo terminaba. Me han vendido como un trapo de piso de un lugar a otro”, dice Elena.

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